Miriel, relato de una superación…
La
lluvia caía torrencialmente, unos ojillos de cierva apagaban su luz definitivamente,
mientras otros ojillos de cierva amanecían abriéndose paso por las entrañas aún
cálidas de su madre. Sus ojos habían quitado los velos que los empañaban para
ver, su pequeño corazón de cierva había amanecido para amar, para vivir, para
compartir con ansia… Su mamá ya la había bautizado mientras estaba en sus
entrañas, Miriel, que significaba en el lenguaje de los animales, salto del
cielo… y es que cada vez que se acercaba a una loma o barranco, sentía como su
bebé saltaba enseguida.
Mas
sin prisa volvamos al presente. La lluvia cubría su aún húmedo cuerpo
intensamente. Miriel hociqueaba el cuerpo de su madre sin recibir respuesta de
ningún tipo. El cuerpo que Mamá naturaleza había ido preparando con cariño, con
ternura, casi mágicamente para amamantar y acariciar con ternura el cuerpecillo
recién nacido de su retoño se había roto en aquella noche al dar a luz su
cervatillo, ayayayya….
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La
loba, aún calientes sus heridas tras el combate con la cierva, olisqueaba en
vano el cielo para hallar los rastros de la cierva y la cría que había
averiguado que llevaba en su interior… Había sido paciente y la paciencia había
dado al fin su conveniente fruto… Mamá Naturaleza guiaba a los seres vivos a
lugares resguardados para dar a luz a sus crías… Su sonrisa, si las lobas
pueden tener algo semejante a una sonrisa, se hizo luminosa, al descubrir a una
cierva que, trémulos ya los rayos del sol entre los arbustos, dirigía sus pasos
a un prado resguardado donde comenzó a mullir la hierba para que su cría
cervatillo pudiera nacer más cómoda.
La
loba no supo nunca si fue porque las quebradas de nubes que se acercaban por el
oeste las que cambiaron la dirección del viento o fue la genuina intuición de
mamá cierva lo que la apercibió de su posición. Cuando la loba inició el ataque
no se encontró a una víctima sorprendida…
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Un
rumor de mariposas que había seguido a nuestra cierva hasta el prado donde iba
a dar a luz, parecían tejer a su alrededor una pequeña cuna para la recién
nacida… Los cantos de petirrojos, abubillas y golondrinas arrullaban a la madre
dolorida ya por los inminentes dolores del parto… pero Madre Naturaleza, si
bien respeta el círculo alimenticio de la vida, no pensaba dejar desasistida a
una hija que iba a dar a luz, así que llamó unas quebradas de nubes que se
hallaban cerquita para que pudieran cambiar el sentido del viento…
La
cierva, con sólo el instinto, que puede dar ser madre se revolvió al olor de la
loba sedienta de sangre… Los pájaros, que habían percibido el peligro, se
habían resguardado en las copas de los árboles y ante el envite entre cierva y
loba, estremecieron los alrededores con múltiples ayes de alas, ramas y copas…
Mamá cierva embistió a la loba quien salió despedida dando fuertes alaridos; la
loba se revolvió de nuevo, la cierva para su sorpresa la estaba esperando, y bufando
en el suelo estruendosamente se echó sobre la loba que pudo apartarse pero no
sin evitar chocarse contra una roca que le produjo serias heridas… Fuera de sí,
buscó casi sin vista, la sangre le chorreaba por la cara, el olor de la cierva
pudiendo agarrarse a su cuello con sus colmillos, pero Mamá Cierva volvió a
sacársela de encima y salió huyendo de aquel sitio, gravemente herida… La loba,
perdida su presa nuevamente, se desmayó…
Con
las últimas fuerzas, habiendo conseguido driblar a la loba, dio luz a su cervatilla en un pequeño claro
detrás de un bosque de coníferas…
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El rumor del
arroyo timbraba, una vez acabada la lluvia pertinaz y arropadora, el prado
donde la pequeña cría aún se agarraba al cuerpo aún tibio de la madre…
Tiritando de frío se había cubierto con la cabeza de su madre, que una y otra
vez hociqueaba para hacerla reanimar y poderse alimentar de ella con sólo el
instinto que sabe Mamá Naturaleza sembrar en sus crías.
Mamá Naturaleza había protegido a nuestra
cervatilla con la lluvia y una niebla densa lo que evitó que la loba pudiera
perseguir su rastro en toda la noche… La loba desesperada acabó por decidir que
un día se encontraría con aquella cierva que le había encarado, sí, algún
día... El olfato de una loba nunca pierde a su presa… eso nunca.
Durante todo
el día lo pasó nuestra cervatilla acurrucada a su madre, negándose a aceptar el
hecho evidente de que ya había desaparecido del mundo de los seres vivos. Por
la tarde, cuando el sol se adormecía en el prado allá a lo lejos, el viento del
este se arremolinó entre ramas, arroyo, seres vivos hasta alcanzar los cuerpos de
nuestra cría y su madre… Su hociquillo comenzó a moverse, el viento parecía
pegarle pequeños empellones, incluso le parecía escuchar la voz de la madre,
aquella voz que toda cría es capaz de oír dentro del vientre materno,
atrayéndola, llevándola lejos… “Mi Miriel, ven, no puedes quedarte aquí más
tiempo, si te quedas, la loba que nos agredió te localizará y se vengará en
ti…”
La
cervatilla comenzó a mover sus patitas aún torpemente y se fue levantando a
duras penas… El viento de levante parecía darle nuevas fuerzas para afrontar
sus primeros pasos…
Durante el
camino se encontró a pequeños jabatos, pequeños gazapillos que la escrutarían y
que la animarían… Todas le preguntaban su nombre y le preguntaban por su madre…
Ella siempre respondía que no, que no sabía su nombre y ante la pregunta por su
madre simplemente se echaba a llorar… Mamá Naturaleza parecía guiarla, siempre
tenía para ella un pequeño regazo de verdura y prado para recostarse tranquila…
si bien siempre unas lágrimas brotaban de sus ojos humedeciendo el lecho cálido
y fresco donde estrellas y luna murmuraban con la voz del arroyo.
Así estuvo
caminando varios días, las mamás conejitos, las mamás de las aves diurnas y
nocturnas la alimentaban con pequeños insectos y con algún que otro escarabajo,
cucaracha… Todos los días escuchaba esa voz interior, su melodía, en el rumor
del río, en los pequeños graznidos de aves, en el rumor de las hojas y de setos
y arbustos… Su madre parecía darle una enseñanza cada día: qué hojas comer para
endurecer las patas y su fortaleza; qué lugares eran los más adecuados para
sestear y huir así de los animales que se alimentaban de cervatillos…
Un día alcanzó
finalmente a ver una manada de ciervos… La alegría, su risa interior, creció
desde su hociquillo hasta sus patas y su pequeño rabito… Una cierva se le
acercó. Su nombre era como el arrullo de la noche, como su pequeña plegaria, se
llamaba Lyaira, y pronto supo que aquella cervatilla sería su hijita a quien
con tanta confianza había reclamado a Mamá Naturaleza…
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Había comenzado por fin la vida de nuestra
cervatilla. Siempre tenía preparado el hocico para llevarles algo de agua del
arroyo que pacientemente guardaba en su boca; siempre se le inquietaba el alma
al ver herido un cervatillo y corría inmediatamente a lamer sus heridas. Pronto
la manada y en especial su madre adoptiva, Lyaira, le cambió el nombre y le puso Suyanim, la
madre que acompaña en el camino a los cervatillos crías, siisiisisisiis.
Conocía el nombre, el espíritu, la
savia, el latir de cada uno de sus miembros, cómo no iba a conocerlos, sí, su
almita buena había nacido para amar y compartir sisiisisisiisisisis. Así
curiosamente comenzó a dar clases, ya una auténtica cierva, en la escuela de
las crías de los cervatillos, preparándoles para la vida, enseñándoles a
distinguir cada sonido de Mamá Naturaleza, el aletear de guirnaldas de aves
frente al hociqueo de los gazapos, tal y como su madre le enseñara desde su
vientre materno y después cada día que anduvo deambulando hasta llegar a lo que
se había convertido en su nuevo hogar.
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Toda una
madraza, nuestra Suyanim, salía con sus alumnos y alumnas aplicados de
excursión antes de que quebrara la alborada y sus rumores diurnos… Entonces era
más fácil educarles en los sonidos del agua, por si la necesitaban, en los
sonidos de las aves nocturnas, incluso en las más voraces, en el sonido del
viento, de cómo no se podía correr frente al viento del oeste si venía de
frente… Las crías siempre le manifestaban sus dudas, sus pequeños errores… a
veces era dura pero siempre se mostraba preocupada y alma con ellos…
Por ello sus
ojos cuando volvieron al campamento se cerraron para no volver a abrirse de
nuevo. Su olfato ya había olisqueado un olor familiar de su infancia: el olor de
la sangre que en ese momento era más intenso, se podía casi masticar, los
propios pájaros atormentaron sus oídos con un solo sonido (“muerte, muerte,
muerte”) y cuando dio con la manada ella ya sabía que todos, todos estaban muy
muertos, incluso su mamá adoptiva Lyaira. Una manada de lobos había caído sobre
el campamento, acabando con la vida de todos.
Suyanim comenzó a correr a galope, sus ojos se
cerraron para siempre, su corazón apenas siguió latiendo y sus patas se
desplomaron en el suelo esperando que la muerte ese olor inconfundible de
muerte que la perseguía desde pequeña la atrapara a ella también; pero mamá
naturaleza amaba con intensidad a aquella cierva. Mamá naturaleza no sabía de
dejar a un ser que había dado tanto por los demás, a un ser que desvalido desde
el principio había crecido, había madurado en su regazo, sisiisiisisis, y que
como una hija buena había crecido siendo una madre ejemplar para cervatillos a
quienes no había dado a luz.
Quizás por
eso cuando nuestra cervatilla olisqueó un olor familiar de hacía mucho tiempo sus
patas se levantaron y con esfuerzo se dirigió hacia los cervatillos con que
había estado correteando feliz por el prado, sisiisisisiisis, los comenzó a
lamer con fuerza, sisiisisisiis, y a hocicar para levantarlos, ya que la
presencia que ella temía cada vez se hallaba más próxima. Los pájaros resonaban
con sus piidos una y otra vez huye, huye. El viento susurraba entre las ramas el
nombre del lobo como una presencia temible, isiisisis, terrible, que nuestra
cierva conocía y temía uffffffffffffffff.......
En las
prisas por esconder a los cervatillos, mi pequeño rayo de luz, se quebró una
pata, que inmediatamente alzó, pero el dolor la desencajaba, sin importarle, porque
corrió madre y alma con sus cervatillos como sólo una madre sabe hacerlo, porque
sus hocicos y patas traseras, como ya había aprendido, comenzaron a borrar el
rastro que pudiera conducir a la loba a donde estaban ellos. Así cariño, se
acercó peligrosamente la noche arropando la huida de nuestros pequeños
cervatillos con su manto de sombras, con sus sonidos amenazantes detrás de cada
arbusto, detrás de cada árbol… El corazón de Suyanim sisiisisis latía como el
tuyo cariño agitado por el miedo pero con la confianza y la seguridad de querer
salvar a sus cervatillos, ya te he dicho ¿verdad? que hablaba con los animales quizás
fue eso lo que la acabó salvando…
Gracias a
ellos, los ciervos cuentan, que gracias a una lechuza, nuestra cierva supo de
un barranco que se hallaba cerca de la llegada del monstruo, de la loba que
matara hacia tiempo a su madre nuestra cierva escondió entonces a sus
cervatillos susurrando el nombre de cada uno de ellos con un cariño, con una
calidez como la tuya, sisiisisisiisisis, y se dirigió a unos matorrales,
próximos al precipicio para que el monstruo que había acabado con la vida de su
madre la olfateara y la siguiera. La loba dio por fin con su olor debido a la
herida que nuestra cierva se había hecho durante la carrera y ufffffffffffffff.....
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Hay
versiones para todos los gustos... Si preguntaras al hermano ser vivo como las
aves nocturnas y diurnas, los conejos, los potros…, te dirán que al llegar la
loba y tirarse hacia ella Suyanim se tiró hacia el barranco y la loba la siguió
matándose las dos. Si preguntaras al hermano viento, al hermano arroyo o a la
hermana vegetación, te dirán que no, que Suyanim consiguió engañar con su olor
a la loba y ésta cayó en el barranco...
En lo que sí
coinciden todos los seres vivos es que nuestra pequeña –Suyanim-
se convirtió en la madre de todos los huérfanos, de todos los animalitos que no
tenían madre, de cómo no hubo ningún animal que no la tuviera por madre, pequeño,
de cómo su nombre se repite de boca en boca, y de cómo la madre naturaleza
sonríe en cada mirada, en cada patita, en cada corazón, en cada almita de los
seres vivos que trémulas laten su nombre, Suyanim, Suyanim, Suyanim…
De Pruden
Tercero Nieto
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