La canción de las estrellas (quinta parte)
Hace
mucho, muchísimo tiempo –continúa el relato la elfa Talita-, más del que se
encierra en el corazón de las montañas y en el seno de los más profundos valles,
la reina Selene, desposada con el libidinoso Helios, le había pedido que le trajera
a las princesas más hermosas del vasto universo. Así lo hizo su obediente y
también orgulloso marido, consiguiendo reunir a princesas de todas las partes
del universo que, según sus lugares de procedencia, formarían después, las
constelaciones que conocemos con el nombre de Libra, Escorpio, Acuario, Piscis...
Mas lo que ambos esposos no pudieron evitar es que las prisioneras fueran
marchitándose. A ello contribuía poderosamente saberse las futuras víctimas que
la reina cada plenilunio reclamaba. No era de extrañar que más de una cayera en los
galanteos del infiel marido, sin intuir que tras las promesas de libertad y de
amor sólo se hallaba la mera satisfacción sexual. ¿Cómo podría explicarte, Lezríada,
que tras estas promesas se hallaba la malhadada Selene quien conseguía calmar
la lujuria de su marido? ¿Cómo podría transmitirte el dolor de cada princesa
cuando se quedaban embarazadas? ¿Cómo podría abrir tus oídos al grito que nacía
en sus almas al ser desposeídas del hijo antes de ser sacrificadas por la reina Selene?
Entre
los elfos corren varias tradiciones. Los elfos de la tierra gris afirman que
las princesas elfas son la reencarnación del espíritu de una estrella fugaz que
desaparece en el mar del cielo de la noche; sin embargo, los elfos que viven
junto al río Elfitrón piensan que el mismo río recoge los cuerpos de las
princesas que, antes de entregarse a Helios o ser sacrificadas a Selene,
prefieren suicidarse. No otra cosa piensan que sean las estrellas fugaces y
cuya personalidad, antes de morir, el río Elfitrón se encarga de imprimir en cada
elfo cuando nace.
Los
manantiales, auras y animales murmuraban junto a la ladera del río con voz más
tenue, cuando Talita volvió a dirigirse a un joven que cada vez la contemplaba
con mayor respeto y admiración. El sol los había sorprendido a ambos y, de
forma especial, a nuestro Lezraien. -¿Qué miras, muchacho?, ¿no recuerdas que
tu principal misión es rescatar a tu amada?, ¿no sospechas aún qué quiere la
reina Selene de la princesa Adraiel?
Critón -ante el gesto contrariado del joven su
tono suavizó- famoso por su hermosura y trato con nigromantes, rendía
frecuentes sacrificios animales y humanos a Selene. Ésta, como pago a su
devoción y fidelidad, le prometió la princesa más hermosa del reino: Adraiel. A
cambio de ello, Critón debía ofrecerle en sacrificio el fruto del hechizo de
Selene: un hijo. No me preguntes cómo ha sido posible. Ni el cierzo, el viento
más frío del norte, ha sido capaz de decirnos en qué consistió el hechizo.
Mas,
pequeña, permite que detenga aquí el relato, porque es hora de ir a la cama.
Mañana seguiremos dejándonos llevar por el canto de las estrellas. ¿Quién sabe
si volveremos al relato de la
Peregrina y Lezraien? Quizá volvamos a la isla de Critón
donde se prepara la boda entre Adraiel y Critón. O puede que encontremos al rey
Mithrain iniciar la búsqueda.
8.-
El rey Mithrain inicia la búsqueda
Aquella mañana brillaba el cielo de una
forma especial. Aún no había salido el sol, pero por todo el reino de
Mithradaiel, resonaba el galopar de jinetes y caballos. El rey Mithrain,
conforme cantarían durante mucho tiempo después los principales juglares y
aedos del reino, montaba de nuevo su cabalgadura al frente de sus bravos
caballeros. Unos, mi atenta oyente, cantaban la determinación que volvía a
expresar en sus ojos grises el rey; otros no podían sustraerse a la emoción de
ver recorrer junto al rey, asomándose tímidamente el sol por su derecha, al
ágil y veloz Gwendil, cuyas incursiones en terreno enemigo había quien decía
que podían competir con la capacidad de los elfos para volverse invisibles; un
poco detrás, pero sin perder una pizca de velocidad, el grandullón Thanaiel,
cuyas tremendas risotadas aún son recordadas al norte y sur del territorio
mitrhadaelita, quien emergía a lomos de Ragmarok, y -¡ay de los enemigos que osaran ponerse en
frente!-; cómo, a pesar de la aún insuficiente luz, no reconocer al atractivo y
artero Galaz cuyos ropajes eran los de un mendigo y quien más y quien menos
había visto merodeando por aquí y por allá –había, incluso, testigos que
afirmaban haberle visto en dos sitios al mismo tiempo-; no obstante, al que los
poemas parecen haber olvidado es a aquel jinete que, unos pasos delante de los
caballeros del rey, parecía escrutar todos los senderos y cuyos oídos, si uno
se fijaba bien, permanecían atentos a cualquier sonido, pero después volveremos
a Zendraiel, nombre de este curioso personaje que el rey aceptó al principio
con algo de recelo... Y no faltó, mi querida princesa, algún que otro aedo de
corte romántico que llegó a cantar (cosa harto curiosa, porque todos los demás
habían descrito en manos del rey el antiguo escudo de armas) cómo un cisne de
plumas doradas sobre tres líneas azules había sustituido al anterior símbolo de
la casa de los Mitrhadaiel, la mitra.
Te
sorprendería saber, pequeña, cuánta calidez y emoción había en ese susurro.
Tanto hombres como mujeres no podían olvidar las ocasiones en que la reina,
desoyendo los constantes consejos del serio y firme rey sobre no mantener
contacto con la gente humilde, descendiera más de una vez a ellos: bien para
proporcionarles alimentos que, a hurtadillas, sisaba de la cocina real; bien
para, con su enorme sentido práctico y juicioso, intervenir en cualquier
problema; o, simplemente -¿por qué no?- para compartir sus alegrías, esperanzas
y temores.
No
queda constancia escrita de ello, pequeña, pero podría asegurarte que aún
resuena dulcemente entre el pueblo de Mitrhadaiel la voz del aedo que evocaba
la hermosura de la tristemente fallecida reina en el cisne sobre el agua.
¿Tendré que recordarte que el cisne, antes de iniciar el que será su último
vuelo, entona una hermosa canción? No sería de extrañar, pues, que más de
alguno viera en el escudo del rey el símbolo, cuando el destino del reino era
tan precario, de la comunión, por fin, entre los deseos del rey y los anhelos,
antes expresados sólo en voz baja, del pueblo cuya alianza se establecía sobre
el fecundo y sonoro río.
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