La voz de la secuoya y del otoño (primera parte)

   “Pequeñas y juguetonas borlas de luz se buscan, coinciden y se separan de nuevo entre las ramas de la enorme secuoya. Los duendecillos, junto con los elfos, suben y suben hasta alcanzar con sus pies y adiestradas manos las copas más pobladas.”
            Secuoya, secuoya... Los labios degustan en silencio cada una de sus sílabas: -se...cuo...ya, se...cuoo...yaa...-, el dedo índice señala terco el punto de lectura y los ojos tratan de aprehender la textura y el color de sus hojas. Lo comparo mentalmente con el cedro, mientras tiendo la mano al estante para coger el diccionario. No sabría decirte en qué momento aparece, ni siquiera sé si este hurgar en la memoria me ha traído el recuerdo de tus ojos y de su paisaje: colina levemente encendida y árboles cuyas ramas apenas dejaban pasar los rayos del sol. Cierta presión sobre mis muslos me recuerda la deuda que tengo con la voz secuoya. Pero me dejo llevar con cierta nostalgia por la imagen de tus ojos, lugar donde –tú ya lo sabes- primero intuí y más tarde escuché, no sin cierto esfuerzo, la voz del río.
            Un graznido me devuelve a ti, pequeña gaviota. Sí, aquí está la palabra. Viene a mí preñada de distancia y de kilómetros: Secuoya. Árbol de las coníferas, natural de California, que presenta unas hojas lineares y recias, agudas en la punta, y cuya altura puede alcanzar los cien metros.
            “No intervenía nunca en sus juegos, ni aspiraba a hacer de juez en sus desavenencias. Y, por supuesto, nunca había osado abrir la boca cuando aparecían las primeras ráfagas otoñales y con ellas la despedida de los huéspedes cuyas risas y disputas habían alegrado sus noches estivales. Era triste, pero a la vez hermoso –pensaban los que tenían ocasión de presenciarlo- contemplar cómo el árbol se iba desnudando de sus hojas que se convertían en pequeños balandros a lomos del aire otoñal. Ni los duendecillos, ni los elfos –y eso siempre que encontraras a alguno a mano, puesto que los primeros siempre se hallaban ocupados en algo y los segundos podían pasarse varios días componiendo hermosas y extrañas canciones- eran capaces de decir si la emoción que Él sentía era de alegría o de tristeza. A duras penas, y después de conseguir intimar con ellos durante el tiempo que duran dos o tres fuentes de hidromiel, dirían simplemente que era un árbol muy confortable y que estaban molestos por tener que compartirlo con los tramposos duendes (si era un elfo quien hablaba) o con los presuntuosos elfos (si era un duendecillo). Sólo después de la cuarta o quinta fuente comenzaría a hablarte del tesoro, el más secreto regalo, que aguardaba al vencedor que hubiera alcanzado la copa”.
            Por un momento, los ojos cerrados y el único sonido de tus sílabas, me hallo ante tu enorme tronco con el color de fuego. Giro la cabeza hacia arriba dejándome hipnotizar durante unos segundos por las borlas de luz que consiguen atravesar el espeso ramaje y que me incitan, como a un elfo o duendecillo más, a trepar por el fibroso tronco, a sortear sus intrincadas ramas y, por fin, a alcanzar, a la vista de su copa y del agradecido cielo, el soplo del aire, el preciado secreto que íntimamente ligo al río.
            -¡Ah! ¿Conque aún estás aquí, pequeña gaviota?- Observo, un tanto extrañado, al diccionario que descansa en mi regazo –hace un momento hubiera jurado que no estaba- y extiendo la mano para devolverlo al estante, dejando en su lugar una sensación de vacío, como de corriente subterránea que por mucho que horade la tierra aún presientes su presencia. Me es fácil identificarme contigo, compañero Secuoya, Secuoya yo también sin la trenza invisible que une realidad y deseos, espectador tan sólo de las risas, sueños y cantos de mis propios elfos y duendecillos.

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