La canción de las estrellas (tercera parte)
4.- El laberinto. Lezraien también hace un
descubrimiento.
Quizás Lezraien llevaba demasiado tiempo en
aquel extraño lugar, no podría asegurarlo con exactitud. Lo cierto es que si
bien, al principio, su espíritu se esforzó en recordar el pasado, con el paso
del tiempo fue olvidando todo lo relacionado con su familia y la hermosa Adraiel. Incluso ahora, al apagar
las sombras las luces de los árboles y acallar las voces alegres de los
pájaros, era incapaz de sentir dentro de sí una pizca del odio y la sed de venganza
que sintió al ser exiliado de Mithradaiel por el orgulloso rey. A ello ayudaba,
de alguna manera, el laberinto. No era, por supuesto, un laberinto en el
sentido tradicional de la palabra. No había muros, ni setos que crecieran por
encima de su cabeza, ni paredes, ni letreros equívocos que no condujeran a ninguna
parte. Antes al contrario, podía recorrer libremente el laberinto, hallando
siempre algo que llamara por primera vez su atención. Aquí tenías una mariposa
celeste revoloteando sobre él, con sus mejillas mofletudas sonrojadas a los
ojos del joven; allí, algún arbolito, donde antes no lo hubiera, cargado de grandes
y hermosos frutos.
Así muchas noches mientras dormía, había
tenido la impresión de que curiosos seres de orejas puntiagudas ora tiraban de
él, ora lo acariciaban, besándolo furtivamente; y siempre fuera donde fuera escuchaba
voces que cantaban melancólicas y joviales y que le contagiaban –no sabía cómo-
su estado de ánimo.
Aquella tarde, como habría de
recordar ya casado con Adraiel, escuchó un sonido que procedía de la colina sur
por la que llevaba sintiéndose de un tiempo a esta parte atraído. Cuando alcanzó
la colina, la noche prorrumpía levemente, tras la dulce, casi trémula caricia
de la brisa a través de los pinos, los abetos y las encinas que acariciaba con
sus ya invisibles dedos el sol. Inmediatamente llamó su atención unas luces que danzaban, celestes, sobre el
manto verde oscuro de la colina; detrás de unos arbustos donde parecía acunarse
la noche y las luces celestes, se topó con una sombra menuda:
–Ech glaodin then, þaodo?
Los ojos de este ser brillaron en los ojos de
Lezraien como nerviosas luciérnagas. Sus
-¡ejem!, ¡ejem!- pequeñas protuberancias indicaban que se trataba de una muchacha
o algo así le pareció a nuestro asustado joven. De estatura más alta que
nuestro protagonista y de orejas agudas y más grandes que lo habitual contemplaba,
desde sus ojos verdes, a Lez con una sonrisa
abiertamente risueña.
Talita, como después ella misma
le dijo que se llamaba, quedó en silencio durante unos instantes y volvió a
preguntar:
-¿Buscas la salida, extranjero?
Lezraien miró a un lado y a otro preguntándose
si la voz estridente que había oído la primera vez era la misma que ahora le
preguntaba en su propio idioma más dulce y modulada.
Un estremecimiento recorrió, al
punto, sus pies cuando escuchó de nuevo la pregunta, más incisiva, dentro de su
propia cabeza:
-¿Quieres o no encontrar la salida, cabeza de chorlito?
De repente sus labios se abrieron y nuestra
elfa, porque era una elfa, comenzó a cantar. Te hubiera sorprendido, pequeña,
la semejanza de su canto con la canción de las estrellas:
Entre el cielo y la tierra
Discurre
nuestro pequeño arroyo.
Sólo
los elfos, cantando y riendo,
Nos
bañamos en su lecho sonoro.
Entre
el cielo y la tierra
Nuestra
princesa Galadriel soñó un laberinto
Cuyas
paredes y muros los elfos
Construimos
a las laderas del río.
Entre
el cielo y la tierra
El
lezríada joven, perdido, pasea.
Entre
sus colinas y valles
Talita,
la peregrina, su sendero le enseña.
Entre
el cielo y la tierra
Se
oye un inquieto rumor:
Que
madre e hijo se hallan
prisioneros
de Critón.
Entre
el cielo y la tierra
Discurre
libre nuestro pequeño arroyo.
Sólo
los elfos, cantando y riendo,
Nos bañamos en su lecho
sonoro.
Acabada
la canción y, mientras las palabras le estremecen sin saber por qué, escucha
por primera vez el suave despertar y desperezarse del río.
Ahora,
potrillo inquieto, vienes hacia mí corriendo. ¿Tú también quieres cogerme de la
mano y correr hacia el valle donde sonoro corre el río? Con tus pequeños dedos
tiras de mí hacia la explanada de la calle. Veo en tus ojos, sorprendido, las
colinas aún firmes del arroyo: -¡Vamos a por la princesa!
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